Según estudios, 4 de cada 5 ciudadanos, a pesar de la crisis, está dispuesto a  comprar productos “verdes” aunque estos sean más caros. Una revolución  que persigue conservar el mundo que tenemos tal y como lo conocemos.
Contaminar  se ha convertido en pecado, es más, hay que pagar por hacerlo, y  aquellos que no lo hacen pueden sufrir cuantiosas multas. ¿Lavado de  conciencia, doble moral o realmente actos que buscan el respeto por el  medio ambiente?. Sea lo que sea, la verdad es que es una corriente que  cada día tiene más adeptos. Actos como los vertidos del Exxon Valdez o laguna verde en San Luis causan una gran conmoción social al destruir entornos  naturales de enorme valor ecológico. Este tipo de actos desencadenan  demandas, protestas, manifestaciones, cambios de gobiernos, ... lo que  deja claro el alto coste que tiene contaminar.
Hay  un tipo de contaminación que es ajena a toda esta corriente. Se trata  de la contaminación social. Parece una tontería, pero si te lo paras a  pensar resulta bastante curioso. Vas al supermercado y compras productos  ecológicos, que por cierto son mucho más caros que los otros; pagas más  cara la energía verde aunque te es imposible diferenciarla de la otra;  te pasas el día optimizando el uso del agua o la calefacción porque  estás cansado de ver imágenes de pantanos secos en las noticias del  mediodía;  inviertes una gran cantidad de tiempo y energía a la hora de  separar la basura, .... pero al final del día, una conversación  telefónica con un compañero de trabajo te hace sentir fatal. Todo el día  evitando contaminar y al final el que se ve contaminado eres tú. 
La  contaminación social es ese tipo de cosas que todo el mundo conoce pero  que a pesar de ello la mayoría sufre. No sólo las chimeneas emiten  malos humos, ¿cuántas veces te has sentido mal después de interactuar  con otras personas?. Las personas somos unos generadores naturales de  contaminación. En nuestra interacción con otros emitimos y recibimos  toda clase de “malos humos”: conversaciones, gestos, hechos, silencios,  .... conforman toda una amalgama de outputs salidos de nuestras  cabezas. 
Al  igual que la industria invierte sumas importantes de dinero en  purificadoras o filtros para minimizar el impacto de su actividad en el  entorno; las personas debemos hacer lo mismo. Tenemos que adquirir esos  filtros que nos ayudan a convivir con un entorno en el que la  contaminación social está por todas partes.
Da  mucho gustito poner a parir al jefe o a un compañero. Pero este tipo de  actos son los que provocan esa contaminación de la que hablo. La  contaminación llena de veneno nuestras cabezas y hace que nuestros actos  se desvíen de su curso natural. Nos someten a tensión y ansiedad, nos  conducen a la tristeza y el cabreo, nos hacen sentir ira, furia, celos,  envidia o vanidad. Todos ellos productos de la contaminación, todos  ellos grandes especialistas en desviarnos de nuestro camino y llevarnos  por la oscura senda del sufrimiento. Pero esta contaminación se puede  contrarrestar con los filtros adecuados: la empatía, la ecuanimidad, la  humildad, la amabilidad o el vigor. Estos filtros nos ayudan a hacer que  los elementos contaminantes de nuestro entorno dejen de serlo para  convertirse en hechos que nos ayuden a crecer como personas y a ser  mejores compañeros. Resulta  muy fácil contaminar. El reto, al igual que pasa con nuestro medio  ambiente, está en comenzar a ser conscientes de los efectos adversos que  provoca en nuestras vidas. Ello nos llevará a esforzarnos, a tratar de  incorporar en nuestro día a día hábitos que minimicen los efectos de los  “malos humos”, a asumir incomodidades en pos del bienestar futuro, a  pensar en el largo plazo y dejar el corto plazo para otras cosas.
La  revolución verde debe llegar también a nuestras relaciones personales.  No es fácil, no es cómodo, requiere esfuerzo y sacrificio, los  resultados no son inmediatos, pero el beneficio que genera es muy  grande. 

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