A principios
de los 80, el psicólogo de la Universidad de Minnesota, Paul Sackett,
realizó un experimento con cajeras de supermercado en el que medía la
velocidad con la que eran capaces de pasar por el escáner un par de
docenas de productos. Las primeras conclusiones eran obvias: unas
cajeras eran más rápidas que otras.
Estos
datos fueron cruzados con el historial de rendimiento de cada un de
ellas, un historial en el que se medía como había sido su trabajo
durante largos periodos de tiempo. Sackett creyó que puntuaciones altas
en el experimento, es decir, personas que habían sido muy rápidas en la
tarea de pasar productos por el lector, serían las que mostrasen un
mejor desempeño a largo plazo. Pero lo que se encontró fue una
correlación muy baja entre ambos factores. Este hecho le llevó a
distinguir dos tipos de rendimiento: el “rendimiento máximo” era aquel
que se detectaba cuando se cronometraba a las cajeras, éstas, motivadas
por el hecho de ser evaluadas, ponían toda su atención en hacerlo lo
mejor posible. El otro tipo era el “rendimiento típico”, resultado de
muchas horas de trabajo en las que la persona no estaba siendo
cronometrada, y por lo tanto carecía de esa motivación adicional.
La
diferencia entre ambos tipos de rendimiento residía en que el
rendimiento máximo no intervenían rasgos de personalidad, rasgos que sí
hacían presencia en el rendimiento típico y cuyo protagonismo modificaba
el resultado, a priori evidente.
Los
experimentos del profesor Sackett muestran el grave error que cometemos
cuando medimos. Somos una sociedad obsesionada por el máximo
rendimiento, no por el rendimiento típico. Venimos de un contexto
orientado a medir a través de todo tipo de tests: quién es el más listo,
quién tiene el mayor coeficiente intelectual, quién memoriza mejor,
quién pasa las pruebas de acceso, quién aprueba el examen... muchas
pruebas que nos dicen quién es mejor realizando máximos rendimientos.
Pero resulta que la vida no termina cuando termina nuestra etapa
formativa, ahí es donde empiezan las pruebas que miden el rendimiento
típico, que a la postre es él que indica el éxito o fracaso profesional.
En
la obsesión por medir el talento nos han podido las prisas. Todas
nuestras pruebas encargadas de medir el máximo rendimiento son
incompletas por carecer de lo más importante: la capacidad de medir
algunos de los factores esenciales para el de éxito en la vida, tales
como el autocontrol o la perseverancia. Rasgos de carácter que no son
medidos por los tests, y que sin embargo son un factor diferencial para
hacer diagnósticos a largo plazo.
Los
test de máximo rendimiento, por ejemplo, funcionan muy bien para
determinar el éxito en pruebas deportivas. Éstas se caracterizan por
buscar en cada persona su máximo potencial en periodos cortos de tiempo.
Pero por mucho que nos lo quieran hacer creer, nuestra vida poco tiene
que ver con cualquier prueba deportiva. El talento es talento, y el
talento está lento. Hay un antídoto que nos ayuda a detectar el talento
en su estado más puro, pero éste cotiza a la baja hoy en día ya que
consume tiempo, se trata de la observación, una ciencia lenta, que
requiere su tiempo y su espacio, una ciencia que no arroja resultados
rápidos, pero que nos da el poder de conocer en profundidad la realidad
que nos rodea. Este hecho permite que nuestro instinto presente
porcentajes de acierto muy superiores al de algunas disciplinas de la
ciencia.
Seguro
que decidir quién es tu amigo no es una tarea que te tomes a la ligera.
Estoy seguro también de que no le pases ningún tipo de test psicológico
a tus amigos, y es muy probable que tu porcentaje de error en estos
“procesos de selección” haya sido muy bajo.
En
aquellos ámbitos de nuestra vida en los que podemos permitirnos el lujo
de pararnos a observar es muy probable que nos sea más sencillo
asegurar quién es el que posee el talento de...