Solemos  ser testarudos cuando llevamos a cabo algo. Los motivos son variados:  el tiempo invertido en la planificación, salirnos con la nuestra,  autoconvencernos de que hemos tomado la decisión correcta, ... y esto a  pesar de que las cosas sean todo menos lo deseado.
Hay  un sinfín de comportamientos similares a estos, pensemos por ejemplo en  las mentiras. Una vez tomada la decisión de mentir es difícil echarse  atrás a pesar del coste de la misma. Y quién no ha montado alguna vez  muebles de Ikea. Si eres como yo, de los que no se leen las  instrucciones, comienzas a montar a toda prisa para terminar lo antes  posible. Muchas veces ves que aquello no va como debería, pero ya no es  momento de echarse atrás, si hay que forzar tornillos o hacer más  agujeros de los necesarios, se hacen. Otro caso similar sucede cuando  estas perdido, en vez de preguntar o buscar un mapa, tiras hacia donde  tú crees, fiándote de un sentido de la orientación que casi seguro te va  a fallar.
Este tipo de comportamientos tienen algo en común: el coste de hundimiento.  Se trata de un dilema que nos plantea dejar la actividad por  conducirnos a una pérdida de tiempo y dinero, o seguir adelante a pesar  del más que previsible nefasto resultado final. La mayor parte de las  veces asumimos que a pesar del alto riesgo de fracaso debemos continuar  para tratar de sacar adelante lo que tenemos en mente. Sobre el papel  parece ridículo, pero párate a pensar cuántas veces has seguido adelante  en situaciones de este tipo.
La  vida nos va enseñando a calcular el beneficio y la pérdida. Y es  precisamente la diferencia entre ambas la que determina la rentabilidad.  Cuando los beneficios de la acción son superiores a las pérdidas, esta  claro que seguir adelante merece la pena. El problema aparece cuando las  pérdidas superan a los beneficios. En este tipo de situaciones conviene  pararse a pensar por un segundo. ¿Para qué estoy aquí?; esa es una  buena pregunta que hacerse para empezar. Lo primero que hará es  colocarnos en el plano temporal más importante, el presente. Una  vez ubicados en el presente es hora de empezar a echar cuentas. Lo  bueno que tiene hacer cuentas es que elimina de la ecuación la  subjetividad. Ni el ego, ni la vanidad, ni la avaricia, ni el miedo, ni  la vergüenza, ni nadie va a alterar el resultado. Lo que es, es. Este  ejercicio nos dirige al otro plano: la objetividad. Una vez situados en  el presente, dotar de objetividad a la decisión la hará más acertada.
¿En  cuántas reuniones nos hemos empeñado en sacar nuestras ideas adelante?,  ¿cuántas negociaciones con otras personas hemos perdido por intentar  salirnos con la nuestra?, ¿en cuántas relaciones profesionales hemos  fracasado?. El trabajo es un entorno donde se producen miles de estas  situaciones con costes de hundimiento altos. Cada día los entornos de  trabajo se convierten en improvisados escenarios donde se pueden ver  multitud de estas representaciones. Batacazos, batacazos y más  batacazos. Ese es el resultado. ¿Por qué?, porque no conocemos el coste  que supone no echar cuentas, porque dejamos que nuestra cabeza se nuble  con malos sentimientos que dan forma a nuestras acciones.
No  tenemos problema para hacer cuadros de mando de lo que nos pidan, pero  el único que nos cuesta realmente hacer, es aquel que tiene que ver con  nosotros mismos. Si fuésemos capaces de hacerlo ahorraríamos mucha  energía, energía consumida tratando de sacar adelante cosas que no  tienen sentido. En el mundo de las relaciones, entre ellas la  profesional, los costes de hundimiento son los más altos. Montar mal un  mueble de Ikea o perderse en una ciudad por no preguntar, no tienen  realmente un coste de hundimiento alto. Pero párate a pensar en lo que  supone un alto coste de hundimiento en una relación personal. Ya no sólo  es tiempo, aquí se pierde mucha energía, se debilita la reputación y  afecta a la imagen. Precios altos que merecen la pena ser controlados.  Así que la próxima vez que te veas en una situación de este estilo ....  echa cuentas ya!!!.

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