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domingo, 19 de junio de 2011

El engaño de un titulo

Cuando tenemos más de lo necesario, nuestro ser se transforma en una versión grotesca de nosotros mismos. Los sueños de los ganadores de la lotería, en su mayoría, consisten en ser otras personas. Craso error. Pocos son los que saben hacer crecer las ganancias, y menos los que lo hacen sin cambiar su escala de valores.
 
Estamos padeciendo una crisis porque no sabemos ser. Nos han engañado haciendo pensar que con un título universitario eras el rey del mundo. Miles de personas atrapadas en un sistema diseñado para deprimir y frustrar el futuro de nuestro país. Un exceso de formación vacío de sentimiento, de emoción. Estudiar para ser médico, abogado, ingeniero, informático,... Estudiantes víctimas de sueños ajenos que modifican sus sistemas de creencias y que olvidan la importancia de asignaturas tan importantes como la de ser persona. 
La maquinaria educativa, totalmente arcaica, es una de las razones de esta crisis del ser que sufre nuestro país. Pero no podemos olvidar el papel de los educadores (hablo de los padres) en todo este proceso. En casa comienza este camino y no vale externalizar esta responsabilidad. Nuestros hijos son el fruto de nuestras decisiones y actuaciones, quizás entre todos tengamos la clave para cambiar esta tendencia y ayudar a la gente a saber lo que quiere ser. 
Jugar con este tipo de variables es peligroso y puede acarrear grandes problemas, algo así como un mercado laboral totalmente inadecuado a la realidad existente. Una “fuerza de trabajo” obsoleta antes de que empiece el partido. Una fuerza de trabajo a la que se le ha inculcado una falta de ilusión y compromiso con las cosas. De la fuerza de voluntad mejor ni hablar... cientos de mensajes recordando lo grato que es tener sin hacer. Venta de lo fácil, de lo directo, del sin esfuerzo. ¿Realmente nos ayuda esto?, claro que no nos ayuda. El caso es que me parece tan evidente, que no alcanzo a entender por qué quien puede cambiarlo no lo hace, por qué los que se tienen que poner de acuerdo no lo consiguen. ¿Qué hay detrás de este teatrillo inútil?. Fácil; todo eso en lo que hemos convertido el sistema antes descrito. Una falta enorme de amor por su trabajo, un olvido colectivo de lo que significa la vocación, una ausencia absoluta de voluntad, una falta de compromiso infinita, y por lo tanto, una carencia brutal de responsabilidad.
 
Pero lejos de parecer un mensaje pesimista, es una invitación a que en la próxima década luchemos todos juntos, y con todas nuestras fuerzas, contra ese mensaje apocalíptico. No creo que sea tan difícil encontrar modelos sustentables en el largo plazo y que no atenten contra el bienestar de las personas, pero no un bienestar material, yo hablo de un bienestar interior, de esos que te permite ser tu mismo. Hemos abdicado del derecho de ser libres y nos hemos aferrado a un sistema que premia el éxito rápido y “fácil”. Hemos cerrado nuestras mentes convirtiéndolas en laberintos en los que se extravía el sentido. Es nuestro deber abrirlas de nuevo, aceptar otros puntos de vista, ser lo suficientemente humildes como para integrar en nosotros mismos otras formas de pensar.
 

miércoles, 15 de junio de 2011

Efecto incertidumbre

 Son tantas las interpretaciones como puntos de vista; el mundo se divide entre los que apoyan este altavoz público y los que ven la transparencia excesiva como un freno a la lógica relación entre países y gobiernos. Sea lo que sea, la incertidumbre sobre la información que Wikileaks posee es el as en la manga con el que juega Julian Assange, y es ese desconocimiento el que pone en jaque a gobiernos y grandes corporaciones.
 
Colin Camerer realizó un experimento similar (la paradoja de Ellsberg) al caso comentado, pero en esta ocasión con cartas. Disponía de una baraja con 20 naipes que se dividían en  dos colores: rojo y negro. El objetivo del juego era observar cómo tomaban decisiones los participantes, y para ello se les hizo apostar por el color de la carta que creían que saldría. Durante la partida, la doctora Camerer tomó imágenes de sus cerebros para analizar que partes del mismo se activaban durante el juego. Y para que estas imágenes aportaran la mayor cantidad de información posible, se separó a los jugadores en dos grupos con reglas diferentes. A un grupo de jugadores se les decía el número de cartas de cada color que contenía la baraja, de esta manera podían calcular las probabilidades que tendrían de ganar o perder en su apuesta, es decir, podrían calcular el porcentaje de riesgo con operaciones sencillas. A los jugadores de este grupo, durante el juego, se les activaba la parte del cerebro que percibía las expectativas de ganancias, al calcular el riesgo de las operaciones podían estimar los posibles ingresos futuros.
Al otro grupo de jugadores sólo se les dijo el número de cartas que contenía la baraja, de manera que desconocían el número de cartas rojas y negras que contenía la misma. En estas condiciones, la imposibilidad de calcular el riesgo de la apuesta generaba un entorno de incertidumbre en el que la calidad de la toma de decisiones se empobrecía considerablemente. En  esto contexto, el área del cerebro que se activaba era la amígdala, cuya función principal es la de percibir el miedo. El desconocimiento del futuro provoca que el cerebro rellene su vacío con la sensación de miedo, ocasionando una toma de decisiones totalmente sesgada. En el experimento se observó como los jugadores de este segundo grupo sufrían una sensación de miedo producto del desconocimiento, un miedo que impedía a la atención centrarse en la posibilidad de obtener ganancias futuras.
 
Colin Camerer demostró las profundas consecuencias que el miedo a lo desconocido genera en nuestra toma de decisiones. Experimentos posteriores, como el de Uri Gneezy, John List y George Wu, descubrieron el inquietante “efecto incertidumbre”. Éste tira por tierra la teoría clásica de la utilidad y demuestra que las decisiones no van a estar basadas en la maximización de ganancias futuras. La incertidumbre genera un miedo cuyo peso sobre nuestra toma de decisiones impide que podamos pensar en beneficios futuros, a pesar de que éstos sean, desde un punto de vista lógico, la mejor opción.
 
El mundo en el que vivimos se parece mucho más al entorno en el que jugaba el segundo grupo del experimento, un mundo de incertidumbre y desconocimiento. En ese entorno es muy normal que aflore la sensación del miedo ... y ya sabemos que ocurre cuando éste aparece.
Vivimos tiempos realmente inciertos, nadie sabe que va a pasar y practicamos el juego de especular. Es normal que la gente esté asustada, pero hay que tratar de buscar un antídoto contra el miedo, y quizás reconocerlo sea el primer paso, porque mientras éste campe a sus anchas por nuestra cabeza resultará realmente complicado salir del hoyo.
En el caso Wikileaks, es el miedo el que ha llevado a gobiernos y empresas a precipitarse en la toma de decisiones, posicionando a buena parte de la opinión pública a favor de Julian Assange. Quizás si hubiesen sido conscientes de ese miedo, y hubiesen contado hasta diez antes de actuar, la calidad de las decisiones tomadas sería mucho mejor.

La trampa de la vida

En los años 40 el psicólogo holandés Adrian de Groot realizó un importante estudio sobre los jugadores profesionales de ajedrez. A de Groot le fascinaba el ajedrez pero le frustraba no ser un auténtico maestro en el tema, por ello llevó a cabo una serie de estudios y experimentos que perseguían el objetivo de entender porqué los buenos jugadores eran tan buenos. En un primer experimento dispuso un tablero de ajedrez con 20 fichas colocadas para simular un partida cualquiera. Dicha foto era mostrada a jugadores amateurs y a jugadores profesionales a los que se le pedía que en un corto periodo de tiempo memorizasen la disposición de las fichas sobre el tablero. El resultado mostró que a los jugadores profesionales les resultaba mucho más sencillo recrear la posición de las piezas, de lo cual de Groot concluyó que su maestría se basaba en una mayor memoria fotográfica.
En un segundo experimento hizo algo parecido, pero esta vez las torres, alfiles, caballos y resto de la prole eran dispuestos en el tablero de una manera aleatoria. Ya no se recreaba un partida, simplemente se colocaban al azar. El objetivo era el mismo: memorizar la posición de las piezas en el tablero. Pero esta vez de Groot se encontró que los jugadores profesionales no tenían un mejor resultado que los amateurs. En este caso, su memoria fotográfica no parecía determinante.
El resultado de ambos experimentos ayudó a comprender dónde residía la maestría de los ajedrecistas profesionales, cuando se simula una jugada, los profesionales asocian la disposición de las fichas con jugadas ya conocidas por ellos, y en este terreno, los profesionales manejan un mayor número de registros que los jugadores amateurs. Pero la cosa cambia cuando la disposición de fichas no responde a ningún patrón conocido. De manera que la memoria fotográfica, que parecía el rasgo que diferenciaba a los buenos jugadores de los no tan buenos, no resultaba el factor determinante. Lo que realmente marcaba la diferencia es lo que se conoce como “fragmentación”. No era una cuestión de memoria, sino de percepción.
 
Cuando los jugadores profesionales observan el tablero de juego no ven piezas, ven jugadas, y esa es realmente la diferencia. Su experiencia les permite asociar las posiciones de las fichas con determinadas jugadas y por lo tanto con estrategias ad hoc. 
Esta fragmentación de la información es una característica básica de la cognición humana. El cerebro sólo es capaz de asumir 7 bits de información en un momento determinado, y la manera de escapar de esta trampa cognitiva es a través de la fragmentación. Los procesos de compresión de la información funcionan de una manera similar. El mp3 permite comprimir música ocultando información que no es relevante para nuestro oído, simplemente nos ofrece aquello que nos permite disfrutar lo que escuchamos.
Nuestro cerebro realiza operaciones de asociación constantes de manera que puede prescindir de información “no relevante”. Simplemente busca aquello que puede identificar y que responde a algún patrón conocido.
 
Los experimentos de de Groot nos revelan el coste que todo ello supone. Estamos cansados de escuchar que la experiencia es un grado, y realmente lo es. Pero tenemos que ser conscientes de lo que ello supone. A medida que crecemos, realizamos procesos de fragmentación constantes para de esta forma reconocer nuestro entorno de una manera más rápida y automática.
Etiquetamos nuestro entorno, la experiencia le pone nombre a todo, tal y como hacen los jugadores de ajedrez con la distribución de las piezas sobre un tablero. Y realmente estas etiquetas pueden tener un coste demasiado alto en nuestros procesos de desarrollo. Cuando etiquetamos personas, por ejemplo, asumimos que son de determinada manera porque hemos visto que se repiten ciertos patrones que nos llevan a concluir eso. Ese es el leit motif de los motes. ¿Y qué ocurre cuando etiquetamos?, pues lo que ocurre es que dificultamos el derecho que tienen las personas a cambiar. O peor aún, influimos tan poderosamente sobre su percepción que les acabamos haciendo creer que realmente son así.
 
Tenemos que saber que la fragmentación está muy bien para leer libros o para escuchar música, pero que cuando se trata de los demás, puede que los patrones nos llevan a limitar a las personas, a hacerles vivir una realidad que ni ellos ven. Las ideas preconcebidas son muy peligrosas y realmente suponen un freno para nosotros mismos ya que nos impiden descubrir e investigar, algo fundamental y apasionante. A veces, las cosas no son lo que parecen.

La envidia

Uno de los grandes males que sacude nuestra sociedad es la envidia, pero la envidia no siempre fue mala. Este sentimiento no nos lo hemos inventado nosotros. La envidia nos ha acompañado a lo largo de la historia. Durante muchos años fue ésta la que nos ha permitido evolucionar. Querer tener más que el vecino nos empujó para conseguir todo lo que tenemos ahora. Por eso que la envidia tiene un gran valor evolutivo. Este sentimiento se ha ido convirtiendo por derecho propio en un rasgo común de nuestro comportamiento.
 
¿En qué punto nos encontramos en la escala evolutiva de la envidia?. Durante los últimos siglos la envidia ha pasado de ser un rasgo evolutivo básico para el crecimiento, en un cáncer social que conduce a la destrucción del poder colectivo. Hoy la envidia también es conocida por la aversión a la desigualdad. Somos capaces de sacrificar cualquier tipo de recurso (tiempo, dinero, esfuerzo, compromiso, ...) para intentar reducir lo máximo posible el gap que nos separa del nivel de bienestar de otras personas. Cuando no teníamos nada, la envidia era buena porque nos ayudaba a estar mejor. Pero resulta que hoy tenemos más de lo que necesitamos, y en este nuevo contexto, la envidia deja de ayudar y comienza a restar en nuestro nivel de bienestar. Tenemos más que nunca y somos más infelices. La OMS advierte que en el 2020 la depresión será la segunda  causa de incapacidad en el mundo. Hemos cambiado las enfermedades de la pobreza por las enfermedades de la riqueza, y quizás uno de los causantes sea esa envidia evolutiva, una envidia que se ha convertido en parte de nuestro subconsciente y cuya inercia nos ha hecho enfermar.
 
Hemos cambiado las cavernas por nuestras oficinas y lugares de trabajo. Al principio queríamos tener un jabalí más que el del vecino, y ese ímpetu nos dio ventajas a la hora de salir adelante. Pero en los nuevos entornos de trabajo ya no ansiamos cosas que nos hagan estar mejor. Ahora el ansia ha pasado a influir de una manera directa sobre nuestros sentimientos, lo que a su vez ha provocado que nuestro juicio se nuble. Cuando decidimos influenciados por este sentimiento es muy probable que no tomemos la mejor decisión, sino aquella que calme nuestra aversión por la desigualdad. 
Las organizaciones son un caldo de cultivo perfecto para que se reproduzcan este tipo de comportamientos: salarios, jerarquías, cargos, responsabilidades, poder, contactos, ... todo un repertorio de políticas y prácticas que correlacionan de manera directa con la envidia; cuando éstas crecen, nuestra envidia crece. Sus efectos son popularmente conocidos, y abarcan una inimaginable fuente de creatividad: zancadillas, mentiras, peloteo, deslealtad, ... ¿Y cómo se termina con todo ello?. Fácil, solucionando la aversión por la desigualdad. Ya, ¿y cómo se hace eso?. Cada uno debería buscar su fórmula pero yo me atrevo a indicar la dirección.
 
Vivimos de afuera-adentro. Los que nos rodea nos construye como personas y eso nos convierte en dependientes del refuerzo exterior. Por eso necesitamos una casa más grande que la del vecino, o un coche más rápido que el del compañero, o un salario de vértigo que todos nuestros amigos envidien para así saber que estamos bien pagados. Cuando vivimos de este modo es importante saber que las riendas de nuestra vida las lleva nuestra envidia.
Por contra, cuando construyes de dentro-afuera, el foco cambia totalmente. Ahora ya no vivimos pendientes de lo que digan los demás, ahora es mucho más importante saber qué es lo que nos hace sentir bien, y cuando lo averiguamos buscarlo constantemente. Además, el propio lenguaje popular nos demuestra que hay una envidia, conocida como sana, que nos ayuda y beneficia en ese camino del bienestar propio. Este debe ser el principio, nosotros mismos.
 
¿Por qué hacemos las cosas?, ¿por lo que nos gusta, o por lo que les parezca a los demás?. La envidia nos ha traído una gran crisis de vocación.

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