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lunes, 28 de mayo de 2012

Venganza y confianza

Imagínate el siguiente experimento: Te emparejan con otra persona a la que no conoces, ambas están en habitaciones separadas y nunca lo llegaras a conocer. A cada uno le dan $10 pesos. Te toca a ti hacer el primer movimiento y para ello debes decidir si le envías ese dinero al otro participante o te lo quedas tú. Si te lo quedas, cada uno de nosotros conservará y se llevará los $10 pesos. Si por el contrario decides dárselo al otro participante la cantidad se multiplica por cuatro y tu compañero de juego pasa a disponer de los $10 pesos originales más $40 pesos adicionales, lo que lo deja un saldo total de $50 pesos.

Cuando decides darle el dinero al otro jugador éste debe decidir qué hacer con él, puede quedarse con los $50 pesos o pasarte la mitad de esa cantidad haciendo que ambos dispongan ahora de$25 pesos.





La base de este juego es la confianza y el profesor Ernst Fehr comprobó que el ser humano, lejos de lo que concluye la teoría económica, tiende a confiar en los otros, de manera que la mayor parte de la gente está dispuesta a ceder su dinero a desconocidos confiando en que éstos le ayudarán a mejorar su posición en el juego. Pero Fehr y su equipo decidieron ampliar las conclusiones de su experimento y para ello incluyeron una nueva variable realmente interesante. En los casos en los que tu compañero de juego decidía no compartir las ganancias extras conseguidas gracias a tu generosidad, tú podrías usar el dinero de tu bolsillo para castigar esta traición. Así, por cada peso que aportases de tus propios ahorros, a la otra parte se le retiraban $2 pesos del dinero conseguido. Por $25 pesos del sudor de tu frente podías lograr que la otra parte perdiese todo su dinero. 

Mientras los participantes de este experimento tomaban este tipo de decisiones, sus cerebros eran escaneados a través de una tomografía por emisión de positrones. Estas tomografías permitieron observar la actividad cerebral durante el proceso y a lo largo del mismo se comprobó un importante incremento de actividad cerebral en las áreas asociadas con las experiencias de gratificación. Curioso, cuando castigamos a otros por su traición esto nos produce cierto “gustito”.

 

Las personas tenemos una tendencia natural a confiar en los que nos rodean, de algún modo establecemos contratos implícitos con nuestros semejantes cuya clausula más importante es la que hace referencia a la confianza. Quizás, esta es siempre la posición de partida en nuestras interacciones con los demás. Pero las relaciones personales son tan frágiles como el cristal, se rompen con suma facilidad, aunque en el caso de las personas esta ruptura no siempre es tan evidente.

Estos contratos se firman sin ser comentados por ambas partes. Se sobreentienden demasiadas cosas, se da por hecho la buena fe y sobre todo se fija un nivel de expectativas que pocas veces es puesto en común. Cuando las condiciones del contrato son similares a las descritas anteriormente, es relativamente sencillo que una de las partes no satisfaga lo que la otra espera. Cuando este sucede, ese contrato se rompe y da lugar a la aparición de la venganza.

 

La confianza y la venganza son las dos caras de una misma moneda, una fina e invisible línea divisoria las separa y el paso de una a otra sucede sin que apenas nos demos cuenta. La confianza es la cara amable, la que nos permite mostrar lo mejor de nosotros mismos y nos conduce al mejor resultado. Por contra, la venganza muestra nuestra peor versión, y como demostró Ernst Fehr, la sensación de placer que produce hace que no sea tan evidente identificarla cuando aparece. Cuando esta emoción tan negativa entra en escena no nos importa utilizar tiempo, recursos y esfuerzo extra para poner al otro en su sitio.

 

La falta de comunicación a la hora de firmar los contratos que definen nuestras relaciones unido a jerarquías de expectativas unilaterales y la sensación de placer que nos produce la venganza componen un cóctel explosivo que conduce a los seres humanos por una pendiente resbaladiza que termina en el peor de los lugares: la soledad.

domingo, 20 de mayo de 2012

Sorbos

Vivimos obsesionados por convertir nuestras vidas en una suma de experiencias positivas, pero esta tarea es más complicada de lo que se podría pensar a priori debido a la gran cantidad de opciones que cada día se suceden delante de nuestros ojos. El escaparate de la vida nos obliga a tomar múltiples decisiones cuyo único objetivo es encontrar la mejor de las alternativas posibles para maximizar nuestras experiencias.
Y ante este festín de alternativas nos hemos visto “obligados” a establecer reglas que nos ayuden a entender cuál de las disyuntivas es la más adecuada para hacer que nuestra vida sea la mejor posible. Como consumidores, uno de estos  axiomas es la relación lineal que hemos creado entre precio y calidad: un mayor precio significa mayor calidad y viceversa. 
Con esto no quiero dar a entender que una mayor calidad no lleve asociado un mayor precio, pero lo que sí es cierto, es que un precio alto no es sinónimo de una mejor experiencia... que a la postre es lo más importante.
Un producto como el vino nos ayudará a entender cómo funciona la relación entre expectativas y experiencia. Los precios de este bien se mueven en rangos muy amplios y el precio de una botella puede variar mucho en función del producto. Son abundantes los experimentos que se han hecho en este campo para tratar de determinar si los consumidores son capaces de diferenciar en tests ciegos los vinos caros de los baratos. La conclusión siempre es la misma: las personas que desconocen el precio no muestran una mayor satisfacción al probar los caldos más caros.
El truco en estos tests ciegos consistía en eliminar una fuente de información (el precio) que impidiera a la persona convertir algo tan subjetivo como el sabor de un vino en una escala de placer objetivo.
Lo que experimentamos no es lo mismo que sentimos. El valor de la experiencia es el resultado de la interpretación que nuestra mente subjetiva hace de nuestros sentidos, una ecuación en la que entran en juego nuestros recuerdos, nuestros deseos más íntimos y la información de la que dispongamos. La información que nos aportan nuestros sentidos es imprecisa y somos nosotros los que la completamos con aquello que tengamos más a mano. 
El filósofo Wilfrid Sellars afirma que no hay forma de separar en nuestras experiencias sensoriales lo que llega a nuestra mente y lo que ésta se encarga de añadir, de manera que cuando los individuos objeto de los experimentos de cata dan un sorbo al vino no están saboreando primero el vino y luego pensando en su precio. El proceso ocurre de manera simultánea, saboreamos todo al mismo tiempo, de tal modo que si pensamos que el vino es barato, éste nos sabrá a vino barato.
 
Resulta relativamente sencillo engañar a nuestro cerebro en este proceso. Neuroeconomistas de Caltech realizaron un estudio en el que una misma clase de vino era etiquetado con precios diferentes y ofrecido a los participantes (por supuesto, ellos no conocían esta información). La actividad cerebral de estas personas fue monitorizada a través de resonancias magnéticas durante la cata para analizar qué partes del cerebro se activaban durante la misma. De todas las zonas activadas, sólo una mostraba mayor actividad ante el precio del vino que al sabor de éste, se trataba del cortex orbitofrontal. En general, cuando el individuo creía que el vino era más caro, el nivel de excitación de esta parte del cortex prefontral era mayor, llegando incluso a provocar cambios en las preferencias de los sujetos objeto del estudio.
Los experimentos de Caltech muestran la sensación de placer como un producto de nuestra imaginación en el que nuestras expectativas son las responsables de determinar el valor de nuestras experiencias. Conclusión: el placer varía en función de lo que pensamos... o nos hacen pensar. 
 
Lejos de considerar todos estos hallazgos como un fallo de nuestro cerebro, estas conclusiones abren un mundo de posibilidades y opciones en la construcción de experiencias mucho más satisfactorias sin que sea necesario hacer sufrir a nuestros bolsillos. Nuestro cerebro esta capacitado para disfrutar de las cosas sencillas, pero a medida que se van ampliando el número de opciones sobre las que elegir, el precio es un atajo que nos permite hacer asociaciones simples en busca de la maximización del placer. ¿A alguien le cabe alguna duda de que las cosas importantes de la vida no tienen precio?.

lunes, 7 de mayo de 2012

Tics sociales

Una de las grandes aportaciones del cine a nuestra sociedad es que hace visibles problemas “invisibles” que pasan totalmente desapercibidos. Ha sucedido con el Discurso del Rey y la tartamudez, pero hay cientos de ejemplos que nos acercan a todo tipo de desórdenes que son difíciles de entender hasta que los ves en la pantalla. Recuerdo el día que vi Una Mente Maravillosa, ese día le puse cara a una enfermedad tan terrible como la esquizofrenia, y  entendí un poco mejor lo que sienten quienes la padecen. Shutter Island es otro ejemplo que nos introduce en el oscuro y confuso mundo de las alucinaciones. Pero hay una película que me gustó especialmente y que me permitió entender algunos de los desordenes neurológicos causados por el síndrome de Tourette. La película es Mejor Imposible, en la que un Jack Nicholson espectacular nos enseña una maraña de tics y manías que son mostradas de una forma bastante cómica, pero que hacen que la vida del personaje sea bastante complicada.
Esta película me ayudó a conocer las dificultades a las que cada día tienen que hacer frente las personas que sufren este tipo de desórdenes. Pero lo que la película no muestra es la cara positiva de esta enfermedad, una cara amable que abre un mundo de posibilidades para las personas y la sociedad en general.
El síndrome de Tourette es un trastorno de desarrollo caracterizado por una serie involuntaria de tics (verbales y motores). La vida de las personas que sufren este tipo de desórdenes transcurre en una lucha constante por tratar de evitar la cara visible de esta enfermedad: los tics. Esta lucha se traduce en una activación incesante de la zona dorsolateral del cortex prefrontal de nuestro cerebro, una zona asociada al autocontrol y la regulación motora. Su activación incesante es la responsable de que las personas con este tipo de afección tengan un mayor control cognitivo que el resto de la población debido a sus esfuerzos constantes por tratar de controlar palabras, gritos, movimientos espontáneos, insultos,... que escapan a su control.
Investigadores de la Universidad de Nottingham trabajaron sobre este hecho para comprobar la consistencia de dichas conclusiones. Para ello diseñaron un experimento en el que se trataba de inhibir los movimientos oculares automáticos. El resultado del experimento fue que las personas con el síndrome de Tourette cometían menos errores que el resto. Comparando las imágenes por resonancia magnética de su cerebro, observaron que las personas con el síndrome poseían una mayor densidad de conexiones en el cortex prefrontal (recordemos que es donde se regulan nuestros impulsos).
 
Hace poco escribía sobre el autocontrol en otro post. En éste se hablaba de la voluntad y el autocontrol como recursos cognitivos finitos, que cuando se agotan, dejan expuesta nuestra persona a las respuestas caprichosas de nuestras emociones y sentimientos sin ningún tipo de filtro que matice sus efectos sobre los que nos rodean. El autocontrol y la fuerza de voluntad nos permiten ser mejores seres sociales y nos introduce en contextos en los que ser flexible con nuestro entorno nos reporta mayores beneficios a largo plazo.
En 1999, los psicólogos Mark Muraven, Roy Baumeister y Diana Tice realizaron un estudio en el que le pedían a un grupo de estudiantes que mejorasen su postura en clase durante dos semanas. En vez de sentarse encorvados, algo que hacían de manera inconsciente, tenían que estar atentos y tratar de sentarse derechos. Este grupo de estudiantes mostró un mejor resultado que el de sus compañeros en actividades que requerían capacidades relacionadas con el autocontrol. El porqué de estos resultados reside en que mientras el grupo objeto del estudio entrenaba su autocontrol, el resto lo dejaba libre y presa del momento. 
Estos resultados dotan de consistencia las conclusiones de los investigadores de la Universidad de Nottingham. Resulta que el autoncontrol es algo maleable y que podemos trabajar. Los estudios de personas con el síndrome de Tourette demuestran como el entrenamiento constante ayuda a mejorar capacidades como la de un mayor control de nuestros actos. En el caso de las personas con el síndrome de Tourette se trata de tics, pero hay otro tipo de tics que todos tenemos y que trabajamos poco, se trata de los tics sociales, esos comportamientos automáticos que reproducimos una y otra vez ante determinados patrones. Trabajarlos ayuda a que recuperar la propiedad de nuestros actos.

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