Es  evidente el poder que tienen las preguntas, pero a pesar de la  evidencia, nuestra sociedad insiste en darle un mayor protagonismo a las  respuestas. Son éstas las que realmente valoramos. La respuesta  “correcta” es lo que perseguimos como si del Santo Grial se tratase. La  verdad absoluta, el poder de tener la razón, eso es lo que realmente  importa. Auténticas competiciones para convertirnos en los más listos de  la clase, los que se las saben todas, los que nunca fallan. Todos  queremos ser infalibles, los reyes del Trivial Pursuit. Vivimos en un  examen constante tratando de responder a las preguntas y nos creemos muy  listos porque en el examen siempre se hacen preguntas muy parecidas,  pero lo que ocurre es que no nos damos cuenta de que lo que realmente  cambia son las respuestas. Imagínate  paseando por una calle atestada de gente. De repente oyes tu nombre, te  vuelves y buscas con la mirada a la persona que te está llamando.  Cuando la encuentras diriges tu mirada hacia ella y comienzas a caminar a  su encuentro. Todo lo que te rodea pasa a un segundo plano y lo que  realmente centra el foco es tu interlocutor.
El  noble y antiguo arte de preguntar guarda muchos paralelismos con lo que  acabo de describir. Las preguntas poseen el poder de despertar nuestra  atención, de dirigirla hacia el objeto de la pregunta provocando que  todo lo demás pase a un segundo plano. Al igual que en la calle  atestada, nuestra atención desprecia todo aquello que no tiene que ver  con lo que se pregunta.
Con  las características descritas, la pregunta se muestra como un arma muy  poderosa, pero, como todas las armas tiene un doble filo. Si se utiliza  correctamente tiene efectos muy positivos, pero cuando se utiliza mal es  sinónimo de destrucción. Por ejemplo, si te preguntase: ¿qué tres  defectos destacarías de tu jefe?, tu mente comienza a buscar en sus  estanterías aquellas cosas malas o que menos te gustan de él/ella. Tu  atención centra todo su potencial en lo malo, en el defecto. Un  pensamiento destructivo que acelera sentimientos como el enfado, la ira,  el odio, la resignación, la envidia, ...
Por  el contrario, si te pregunto: ¿qué tres virtudes destacarías de tu  jefe?. Esta pregunta obligaría a tu cabeza a repasar sus archivos para  buscar lo bueno. En este procesos es posible que surjan sentimientos de  amabilidad, de gratitud, de humildad, de admiración, de compromiso, ... 
Como  ves, la pregunta posee las dos caras de una misma moneda. Una de ellas  es la destrucción, lo negativo, el poder del defecto, los ladrones de la  felicidad. La otra cara es la construcción, lo positivo, el camino de  la generosidad, de la conexión, de la búsqueda de los nexos de unión. 
Es  evidente que todo el mundo tiene defectos, que nada es perfecto, que  quejarse mola y da mucho gustito, que la pose de encontrar los peros es  muy sofisticada, pero todo esto ayuda bien poco a hacer que las cosas  sucedan. Pensar en lo que nos une ayuda a superar lo malo, a deshacernos  del dolor y sufrimiento de lo negativo y centrarnos en las soluciones,  en avanzar, en disfrutar del presente para poder mirar hacía delante.
Preguntar  es un acto de responsabilidad. Cuando tengas que hacerlo piensa en que  cara de la moneda quieres que decida el resultado, porque lo mismo se  puede preguntar de múltiples maneras. 

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