estos días el mundo celebra la caída del muro del Berlín. El final de una época muy convulsa que marcó con letras de fuego la historia de la humanidad.
Recuerdos de aquella época son los gulags, acrónimo utilizado para dar nombre a los campos de concentración situados en la fría estepa siberiana, donde se recluían a presos políticos e individuos contrarios al régimen imperante. Aquellos centros no sólo privaban de libertad a los que allí se encontraban, entre sus objetivos también se encontraba la tortura como castigo a una forma diferente de pensar.
Una de estas torturas consistía en hacer cavar hoyos a los presos. Cada día, su jornada consistía en invertir las mañana en cavar, y las tardes en cubrir de tierra el trabajo hecho por la mañana. De esta manera, los carceleros le robaban a la persona una de sus bienes más preciados: la esperanza. Esta rutina provocaba que la persona fuera perdiendo poco a poco cualquier atisbo de ver la luz al final del túnel y cuando esto ocurría, la esperanza de vida disminuía considerablemente.
Esta idea es reforzada por las vivencias narradas por Viktor Frankl en su libro “El hombre en busca de sentido”. En este libro, el autor describe sus experiencias en los campos de concentración nazis. Según Frankl, había dos tipos de personas, las que sobrevivían a aquel infierno y las que no. La diferencia no estaba determinada por factores como la fortaleza física o la salud, lo que realmente los diferenciaba era la esperanza. Aquellos que albergaban esperanza en el futuro tenían muchas más probabilidades de sobrevivir.
Todo esto hace que me pregunte por qué puede haber personas que puedan llegar a considerar su trabajo como una tortura, ¿puede ser que esas prácticas de los gulags sigan presentes en nuestras organizaciones?.
En la mente de todos están casos contados o vividos de personas que deambulan por las empresas con cargas de trabajo “muy ligeras”. El sentido común indica que este tipo de posiciones deberían ser amortizadas. Lo que ocurre, es que este tipo de medidas son muy impopulares y está mejor visto cargar a estos individuos con tareas sin sentido. Lo importante es que parezcan muy liados, de esta manera se dificulta la toma de la decisión. Flaco favor!!!.
Quien considere esto como una medida “social” me gustaría que pensase en los gulags y aquellas personas cavando y tapando el mismo hoyo una y otra vez. A las personas que sufren esta tortura moderna las despojamos de la ilusión y ganas por querer hacer las cosas. Cada día será un suplicio y levantarse de la cama cada mañana para ir a trabajar un esfuerzo titánico. La diferencia entre ellos y los presos de los gulags, es que hoy en día el “torturado” puede pedir una baja, o lo que es peor, que se dé de baja mental y acabe siendo el foco de un mal clima laboral.
Cuando las organizaciones se convierten en cárceles mentales, lo único que dejan patente es la mala calidad directiva que poseen. Este tipo de situaciones se suelen dar en empresas donde se fomenta un liderazgo cobarde, donde tomar decisiones impopulares está mal visto y donde no está muy claro cuál es el objetivo fundamental del negocio.
Al igual que tengo claro que la fe mueve montañas, no me cabe duda que su ausencia puede hundirlas.
Los gulags pasaron a la historia negra de la humanidad y las empresas que no sean capaces de dotar de sentido y significado al trabajo de sus profesionales también pasaran a la historia.
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