Sorprende
ver como los animales al nacer son capaces de levantarse y comenzar a
interactuar con su entorno en periodos de tiempo mucho más cortos de los
que un ser humano comienza a andar o a valerse por sí mismo. Nosotros
llegamos a este mundo más desprovistos de recursos que los animales,
pero es precisamente esta circunstancia la que fija una gran diferencia
entre ambos. Una gacela no se puede permitir el lujo de no caminar en
cuanto nace porque ello sería sinónimo de muerte segura. Un bebé tiene
el amparo y protección de sus padres, y puede vivir durante varios años
sin ser capaz de defenderse de una manera autónoma sin que ello
signifique peligro alguno para su integridad física.
En
el caso de los animales, su disco duro arranca con una cierta cantidad
de información que los propios instintos definen y que garantizan
mayores probabilidades de supervivencia en entornos hostiles y
cambiantes. De esta manera, los procesos de aprendizaje siguen un guión
que se repite generación tras generación y que no deja lugar a la
imaginación. Los instintos mandan.
El
ser humano parte de una situación totalmente diferente. Nuestro disco
duro viene prácticamente vacío. Nacemos sin un guión claramente
preestablecido, esta tarea se delega a cada individuo. Y es precisamente
esa circunstancia la que hace que nuestros procesos de aprendizaje sean
mucho más flexibles que los del resto de seres vivos, disfrutando de un
amplio abanico de posibilidades, buenas y malas, que a la postre serán
claves en la definición de la esencia de las personas.
Bajo
este cúmulo de circunstancias, el ambiente en el que aprenda la persona
es fundamental ya que de nuestra relación con el medio surgirán
comportamientos saludables o malsanos. La flexibilidad y el amplio rango
de posibilidades de la que hablábamos antes, convierte a la persona en
un ser indefenso a expensas de lo que le rodea. Si tiene la suerte de
crecer en un lugar adecuado, con una educación y valores apropiados, es
muy probable que esa persona viva una vida equilibrada. Un ambiente
inapropiado convierte a la persona en un océano de emociones donde sube y
baja la marea al ritmo que marca el entorno.
Por
lo tanto, se podría decir que el proceso de maduración humana es el
resultado de la interacción de nuestra herencia genética con un “yo” que
se ha ido formando y definiendo como consecuencia de su contacto con
diferentes ambientes.
Soy
de los que cree en procesos de maduración continua. No creo que una
persona pueda considerar que ya está “hecha” en un determinado momento
de su vida. Las personas se definen desde el momento en el que nacen
hasta el día en el que mueren, es por ello que todo cuenta en nuestro
proceso de maduración. A lo largo de nuestra vida los ambientes cambian
constantemente, pero hay uno de ellos que cada vez dura más tiempo y que
juega un papel importantísimo en nuestras vidas. Se trata de nuestros
trabajos, quizás sea este entorno el más prolongado en nuestras vidas, y
quizás por ello sea uno de los que más influye en nuestra construcción
como seres humanos.
Vivimos
tiempos de paro y crisis, y cada vez la cosa deja menos margen para
escoger buenos lugares donde trabajar, además, resulta que todo el mundo
quiere trabajar en ellos... ¿por qué será?.
Nuestra
familia nos viene dada, no podemos elegirla, la lotería de la vida nos
otorga unos padres que jugarán un papel fundamental en nuestro proceso
de desarrollo. En el caso del trabajo, sí que tenemos la posibilidad de
elegir. A pesar de que las cosas no son fáciles, nosotros tenemos la
llave que abre las puertas que tenemos delante.
Por
otro parte, las empresas que sean capaces de generar ambientes
apetecibles, ambientes de equilibrio y desarrollo, donde las personas
puedan ser ellas mismas y donde crecer sea parte del paisaje, tendrán la
clave para atraer a lo mejores y más equilibrados profesionales.
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