Vivimos obsesionados por convertir nuestras vidas en una suma de
experiencias positivas, pero esta tarea es más complicada de lo que se
podría pensar a priori debido a la gran cantidad de opciones que cada
día se suceden delante de nuestros ojos. El escaparate de la vida nos
obliga a tomar múltiples decisiones cuyo único objetivo es encontrar la
mejor de las alternativas posibles para maximizar nuestras experiencias.
Y
ante este festín de alternativas nos hemos visto “obligados” a
establecer reglas que nos ayuden a entender cuál de las disyuntivas es
la más adecuada para hacer que nuestra vida sea la mejor posible. Como
consumidores, uno de estos axiomas es la relación lineal que hemos
creado entre precio y calidad: un mayor precio significa mayor calidad y
viceversa.
Con
esto no quiero dar a entender que una mayor calidad no lleve asociado
un mayor precio, pero lo que sí es cierto, es que un precio alto no es
sinónimo de una mejor experiencia... que a la postre es lo más
importante.
Un
producto como el vino nos ayudará a entender cómo funciona la relación
entre expectativas y experiencia. Los precios de este bien se mueven en
rangos muy amplios y el precio de una botella puede variar mucho en
función del producto. Son abundantes los experimentos que se han hecho
en este campo para tratar de determinar si los consumidores son capaces
de diferenciar en tests ciegos los vinos caros de los baratos. La
conclusión siempre es la misma: las personas que desconocen el precio no
muestran una mayor satisfacción al probar los caldos más caros.
El
truco en estos tests ciegos consistía en eliminar una fuente de
información (el precio) que impidiera a la persona convertir algo tan
subjetivo como el sabor de un vino en una escala de placer objetivo.
Lo
que experimentamos no es lo mismo que sentimos. El valor de la
experiencia es el resultado de la interpretación que nuestra mente
subjetiva hace de nuestros sentidos, una ecuación en la que entran en
juego nuestros recuerdos, nuestros deseos más íntimos y la información
de la que dispongamos. La información que nos aportan nuestros sentidos
es imprecisa y somos nosotros los que la completamos con aquello que
tengamos más a mano.
El
filósofo Wilfrid Sellars afirma que no hay forma de separar en nuestras
experiencias sensoriales lo que llega a nuestra mente y lo que ésta se
encarga de añadir, de manera que cuando los individuos objeto de los
experimentos de cata dan un sorbo al vino no están saboreando primero el
vino y luego pensando en su precio. El proceso ocurre de manera
simultánea, saboreamos todo al mismo tiempo, de tal modo que si pensamos
que el vino es barato, éste nos sabrá a vino barato.
Resulta relativamente sencillo engañar a nuestro cerebro en este proceso. Neuroeconomistas de Caltech realizaron
un estudio en el que una misma clase de vino era etiquetado con precios
diferentes y ofrecido a los participantes (por supuesto, ellos no
conocían esta información). La actividad cerebral de estas personas fue
monitorizada a través de resonancias magnéticas durante la cata para
analizar qué partes del cerebro se activaban durante la misma. De todas
las zonas activadas, sólo una mostraba mayor actividad ante el precio
del vino que al sabor de éste, se trataba del cortex orbitofrontal. En
general, cuando el individuo creía que el vino era más caro, el nivel de
excitación de esta parte del cortex prefontral era mayor, llegando
incluso a provocar cambios en las preferencias de los sujetos objeto del
estudio.
Los
experimentos de Caltech muestran la sensación de placer como un
producto de nuestra imaginación en el que nuestras expectativas son las
responsables de determinar el valor de nuestras experiencias.
Conclusión: el placer varía en función de lo que pensamos... o nos hacen
pensar.
Lejos
de considerar todos estos hallazgos como un fallo de nuestro cerebro,
estas conclusiones abren un mundo de posibilidades y opciones en la
construcción de experiencias mucho más satisfactorias sin que sea
necesario hacer sufrir a nuestros bolsillos. Nuestro cerebro esta
capacitado para disfrutar de las cosas sencillas, pero a medida que se
van ampliando el número de opciones sobre las que elegir, el precio es
un atajo que nos permite hacer asociaciones simples en busca de la
maximización del placer. ¿A alguien le cabe alguna duda de que las cosas
importantes de la vida no tienen precio?.
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