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domingo, 20 de mayo de 2012

Sorbos

Vivimos obsesionados por convertir nuestras vidas en una suma de experiencias positivas, pero esta tarea es más complicada de lo que se podría pensar a priori debido a la gran cantidad de opciones que cada día se suceden delante de nuestros ojos. El escaparate de la vida nos obliga a tomar múltiples decisiones cuyo único objetivo es encontrar la mejor de las alternativas posibles para maximizar nuestras experiencias.
Y ante este festín de alternativas nos hemos visto “obligados” a establecer reglas que nos ayuden a entender cuál de las disyuntivas es la más adecuada para hacer que nuestra vida sea la mejor posible. Como consumidores, uno de estos  axiomas es la relación lineal que hemos creado entre precio y calidad: un mayor precio significa mayor calidad y viceversa. 
Con esto no quiero dar a entender que una mayor calidad no lleve asociado un mayor precio, pero lo que sí es cierto, es que un precio alto no es sinónimo de una mejor experiencia... que a la postre es lo más importante.
Un producto como el vino nos ayudará a entender cómo funciona la relación entre expectativas y experiencia. Los precios de este bien se mueven en rangos muy amplios y el precio de una botella puede variar mucho en función del producto. Son abundantes los experimentos que se han hecho en este campo para tratar de determinar si los consumidores son capaces de diferenciar en tests ciegos los vinos caros de los baratos. La conclusión siempre es la misma: las personas que desconocen el precio no muestran una mayor satisfacción al probar los caldos más caros.
El truco en estos tests ciegos consistía en eliminar una fuente de información (el precio) que impidiera a la persona convertir algo tan subjetivo como el sabor de un vino en una escala de placer objetivo.
Lo que experimentamos no es lo mismo que sentimos. El valor de la experiencia es el resultado de la interpretación que nuestra mente subjetiva hace de nuestros sentidos, una ecuación en la que entran en juego nuestros recuerdos, nuestros deseos más íntimos y la información de la que dispongamos. La información que nos aportan nuestros sentidos es imprecisa y somos nosotros los que la completamos con aquello que tengamos más a mano. 
El filósofo Wilfrid Sellars afirma que no hay forma de separar en nuestras experiencias sensoriales lo que llega a nuestra mente y lo que ésta se encarga de añadir, de manera que cuando los individuos objeto de los experimentos de cata dan un sorbo al vino no están saboreando primero el vino y luego pensando en su precio. El proceso ocurre de manera simultánea, saboreamos todo al mismo tiempo, de tal modo que si pensamos que el vino es barato, éste nos sabrá a vino barato.
 
Resulta relativamente sencillo engañar a nuestro cerebro en este proceso. Neuroeconomistas de Caltech realizaron un estudio en el que una misma clase de vino era etiquetado con precios diferentes y ofrecido a los participantes (por supuesto, ellos no conocían esta información). La actividad cerebral de estas personas fue monitorizada a través de resonancias magnéticas durante la cata para analizar qué partes del cerebro se activaban durante la misma. De todas las zonas activadas, sólo una mostraba mayor actividad ante el precio del vino que al sabor de éste, se trataba del cortex orbitofrontal. En general, cuando el individuo creía que el vino era más caro, el nivel de excitación de esta parte del cortex prefontral era mayor, llegando incluso a provocar cambios en las preferencias de los sujetos objeto del estudio.
Los experimentos de Caltech muestran la sensación de placer como un producto de nuestra imaginación en el que nuestras expectativas son las responsables de determinar el valor de nuestras experiencias. Conclusión: el placer varía en función de lo que pensamos... o nos hacen pensar. 
 
Lejos de considerar todos estos hallazgos como un fallo de nuestro cerebro, estas conclusiones abren un mundo de posibilidades y opciones en la construcción de experiencias mucho más satisfactorias sin que sea necesario hacer sufrir a nuestros bolsillos. Nuestro cerebro esta capacitado para disfrutar de las cosas sencillas, pero a medida que se van ampliando el número de opciones sobre las que elegir, el precio es un atajo que nos permite hacer asociaciones simples en busca de la maximización del placer. ¿A alguien le cabe alguna duda de que las cosas importantes de la vida no tienen precio?.

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